Un profesional jubilado me contaba recientemente que suele reunirse con un grupo de amigos una vez al mes. Todos ellos gozan de un nivel económico alto, trabajan en puestos directivos y tienen hijos en edades universitarias que, sin excepción, están estudiando fuera. Nada de Erasmus; cursan íntegramente sus carreras en centros de prestigio del extranjero. Es una estrategia de inversión con un valor claro en nuestro tiempo: conocen otros entornos, trazan otras relaciones, se les abren puertas laborales fuera de España pero, sobre todo, adquieren una credencial académica que sí les va a resultar útil. El título de una universidad española, tiene una validez limitada en este nuevo mercado laboral, también en nuestro país. La diferencia entre, por ejemplo, poseer una titulación de una universidad de provincias mal situada en los rankings educativos y una de la Autónoma de Madrid o Barcelona, es mucho menor que entre estas y Harvard o cualquier otro centro internacional prestigioso. Las clases altas, conocedoras de las nuevas exigencias para la circulación en el circuito global y poseedoras de los recursos necesarios para que sus descendientes entren por esas puertas, están enviando a sus hijos a universidades que les aportan las credenciales y las conexiones precisas para que triunfen.
Por supuesto, este giro educativo significa que mucha menos gente va a poder disponer de los títulos apropiados, los que de verdad dan trabajo, ya que no disponen del nivel material necesario para alcanzar esa formación académica. Y eso es un problema hoy, ya que se valora cada vez más el lugar en el que se estudió que la licenciatura que se posee. Lo paradójico es que, en este escenario, esos títulos universitarios locales, los que se devalúan, están aumentando sus precios. Lo cual significa que es más caro conseguir un título, que además tiene menor valor. En otras palabras, pagamos más por menos.
Las buenas casas (y las otras)
La educación es un buen ejemplo del giro social en el que estamos inmersos, como lo es la vivienda. Pasamos de generaciones que podían comprar sus pisos y los pagaban con hipotecas a cinco o diez años, a otras que se endeudaban durante 30 años o más. Hoy, mucha gente ha de vivir de alquiler porque no puede pagar una hipoteca y a menudo ni siquiera puede afrontar un alquiler sin compartir piso. Las casas “buenas” tienen precios desorbitantes y las otras, en proporción, también.
Si se opta por la buena calidad, el precio de la cesta de la compra va a ser elevado; si se eligen los alimentos baratos, suelen ser muy malos
También ocurre con la comida y la ropa. Incluso en sectores como estos, en los que existen una serie de productos que se pueden adquirir a precios más baratos que en el pasado, se deja sentir esta separación social creciente. Las marcas y los grandes almacenes que ofrecían productos un poco más caros que la media pero a cambio ofertaban cierta calidad en cuanto a confección y duración de las prendas han dejado paso a tiendas low cost o a firmas poco asequibles para el común de la población. Pero al mismo tiempo que las marcas de bajo coste tienden a elevar sus precios, muchas marcas caras ofrecen calidades que no se corresponden con lo que se paga por ellas. Al final, o se compra ropa que se desgasta pronto, y que obliga a una renovación frecuente y, por tanto, a un mayor gasto, o prendas caras cuyo valor de uso es más bien valor simbólico: ocurre con ellas lo mismo que con los móviles de Apple, que aumentan su precio a pesar de que las diferencias en las prestaciones en los nuevos modelos no justifican el incremento, pero siguen vendiéndose porque lo que se paga es la marca.
Los límites de la calidad
Lo que sucede con la comida no es distinto: si se opta por la buena calidad, el precio de la cesta de la compra va a ser elevado; si se eligen los alimentos baratos, es probable que no sean saludables, o que su sabor y sus cualidades sean muy inferiores. Y no parece que haya término medio. De modo que, desde esta perspectiva, los indicadores pueden señalar que hoy existen productos más asequibles, pero no son exactos: comes por menos dinero, pero peor, a veces con límites de calidad que no se hubieran tolerado en otros tiempos. Y no se trata de sectores aislados. Muchos bienes básicos, como la luz o el gas, están más caros que nunca. Y ocurre con la sanidad: en la medida en que disminuyen los recursos dedicados a la pública, las prestaciones que esta realiza son menores, se demoran en exceso o se desempeñan con menos personal. Incluso las condiciones de prestación de los seguros básicos privados son más deficientes que hace años, y cada vez cobran más por prestaciones adicionales.
Esta técnica se llama miseria calculada: el servicio básico debe estar lo suficientemente degradado para que la gente pague por escapar de él
Estos cambios pueden explicarse por las mismas razones que Tim Wu, profesor de Derecho de Harvard, aplicaba en un artículo en ‘The New Yorker’ a las aerolíneas, que han hecho todo lo posible por deteriorar las opciones más económicas. El dato lo aportaba Bill McGee en ‘Consumer Reports’: “Los asientos más espaciosos (y caros) que pueden reservarse hoy en las cuatro aerolíneas más grandes del país son más estrechos que los asientos baratos que se ofertaban en la década de los 90”. Esta técnica se llama miseria calculada: el servicio básico debe estar lo suficientemente degradado para que la gente pague por escapar de él. El producto o servicio estándar se deteriora sustancialmente para que los gastos bajen de forma notable o se puedan vender un número mucho mayor de servicios con el mismo coste, y al mismo tiempo se ofrecen opciones extra para aquellos que puedan escapar de la pesadilla básica.
Los tres grandes problemas
Las consecuencias sociales las conocemos. Al crecer el coste de aquello que necesitamos simplemente para sobrevivir, se nos deja con muchos menos recursos para dedicar a otros fines, ya sean el ahorro, el ocio, la ayuda a ascendientes o descendientes o lo que nos dé la gana. La brecha social aumenta, pues, en muchos sentidos: en la salud, en la posibilidad de conseguir trabajo, en la posibilidad de ascender en la escala social, o simplemente a la hora de afrontar los reveses de la vida, como la enfermedad o un mal momento económico.
La falta de recursos determina las posibilidades futuras: si tienes poco dinero, tus opciones de mejorar tu nivel de vida son muy escasas
Esta separación entre el premium y el low cost no es una simple estrategia de consumo, de venta o de generación de beneficios sino que contiene una bifurcación social evidente. Lo cual genera un problema respecto del pasado, otro en el presente y otro relacionado con el futuro. El primero consiste en la refutación de la realidad mediante la supuesta nostalgia: quienes señalan que la situación material está empeorando son fácilmente acusados de personas ancladas en otros tiempos, que no quieren evolucionar, que pretenden conservar una sociedad que ya se ha esfumado, en lugar de entender que, más allá de cómo fueran otras épocas, el deseo de poder trazar un plan de vida, de contar con cierta seguridad, de poseer opciones más allá del mero azar, es una necesidad antropológica. El segundo problema es de sentido común, porque al destinar un mayor porcentaje de nuestros ingresos a la simple subsistencia, el nivel de vida cae, en algunos casos de forma preocupante y en otros de manera dramática. Y por último, como es sencillo de comprender, porque la falta de recursos actual determina las posibilidades del futuro: quienes poseen menos ingresos tendrán menos opciones de conservar su forma de vida actual y muy pocas de mejorarla.