Sociedad

La caza pierde más de 90.000 adeptos en una década

El envejecimiento del colectivo, la falta de relevo generacional y la dificultad para acceder al permiso de armas desploma la práctica de la actividad cinegética mientras las repoblaciones alteran los ecosistemas y la industrialización de la agricultura provoca una pérdida de biodiversidad que merma las especies silvestres.

La caza está en decadencia en España, por mucho empeño que las fuerzas políticas situadas entre el centro y la extrema derecha pongan en reivindicarla como uno de los valores identitarios del país: más de 100.000 cazadores federados han colgado la escopeta en los últimos once años (92.388 desde 2007), lo que supone que prácticamente uno de cada cuatro ha abandonado la actividad cinegética
Así lo indican los datos sobre licencias federativas del Consejo Superior de Deportes (CSD), que revelan cómo los 432.695 federados de 2006 habían caído a 421.065 al año siguiente para iniciar un desplome continuo hasta los 328.677 de 2017.

La evolución de las licencias de caza expedidas por las comunidades, y que contabiliza el Ministerio de Agricultura en su Estadística Forestal, reflejan un descenso mayor, de 156.144 entre 2006 y 2016 (de 983.321 a 826.777). Sin embargo, este dato incluye una distorsión al contar parte del colectivo con permisos en más de una autonomía, lo que hincha tanto el número de cazadores con permiso vigente como las bajas.

«El motivo principal, y prácticamente único, de ese descenso es el envejecimiento de la población de cazadores y la falta de relevo generacional», señala Ignacio Valle, vicepresidente de la Federación Española de Caza y presidente de la Cántabra.

«La juventud ha cambiado sus hábitos de ocio, antes era una de las pocas que se podían hacer en los pueblos y ahora tienen mucho donde elegir», añade, mientras apunta otros dos factores desincentivadores de la actividad cinegética: la despoblación de las zonas rurales y la concentración demográfica en las ciudades, por un lado, y, por otro, la complejidad de procesos como obtener el permiso de armas ante la Intervención de la Guardia Civil, que desde hace dos décadas exige superar un test psicotécnico y un examen teórico para concederlo.

Pese a ese declive que los propios cazadores asumen, la caza se ha convertido en uno de los ejes del debate político. Primero, en la campaña de las elecciones autonómicas andaluzas, donde Vox agitó las supuestas amenazas que el Gobierno del PSOE y sus aliados de Unidos Podemos proyectan sobre esa actividad y sobre otra en decadencia como los toros antes de dar el salto al Congreso, donde el diputado del PP Teófilo de Luis acababa retirando el miércoles esta preguntadirigida al ministro de Cultura, José Guirao: «¿Está pensando el Gobierno prohibir la caza en España?».

La ausencia de informes independientes sobre la caza

Lo cierto es que se desconocen los eventuales efectos positivos de la caza sobre el mundo rural. Las valoraciones que hablan de un volumen de negocio de más de 6.000 millones y de casi 190.000 empleos (40.000 más de los que la EPA atribuye al sector inmobiliario se basan en un informe encargado en 2016 a Deloitte por la Fundación Artemisan que obvia cualquier impacto negativo de esa actividad. Otras entidades, como FAES, reducían esa cifra a 2.752 una década antes. En cualquier caso, no hay estudios independientes de ámbito estatal sobre la materia.

«Los datos se dan con esa base, cuando lo que hay realmente es un impacto negativo sobre otras actividades relacionadas con el turismo rural y el deporte, a las que está desplazando por los riesgos que supone andar por el monte cuando suenan disparos», señala Miguel Ángel Hernández, de Ecologistas en Acción, que recuerda cómo en 2006 el presidente de la Federación Española de Caza, Andrés Gutiérrez, aseguraba que el sector movía en torno a 6.000 millones de euros en dinero negro al cabo del año.

Para el ecologista, que sostiene que «la gente no puede entender que se haga sufrir a los animales por diversión, haciendo tiro al blanco», el debate político sobre la caza «está fragmentando al colectivo de los cazadores». Valle, por su parte, se refiere a la caza como «una actividad dura y sacrificada en la que se desarrollan las facultades psicomotrices, la paciencia y la atención».

La organización conservacionista publicó hace unos meses un informe en el que enumeraba treinta impactos negativos de la caza sobre el mundo rural, entre otros el corte de vías, el vallado de espacios, el vertido de plomo en espacios abiertos, que ha llevado a prohibir el uso de esa munición en humedales o las consecuencias desequlibradoras para los ecosistemas que generan las repoblaciones con especies cinegéticas criadas en granjas.

A ellos se añaden episodios como el del coto de Bastarás, en Huesca, donde la habilitación de un coto llevó a la incluyó la destrucción del principal yacimiento arqueológico del Neolítico del país.

¿Animales silvestres o de granja?

Los datos del Anuario Forestal proyectan dudas sobre el carácter genuinamente silvestre de la caza, al menos en lo que se refiere a algunas especies: 2,7 millones de perdices abatidas el mismo año que se sueltan 1,8, o 103.964 faisanes cazados por 125.059 soltados.

No obstante, las capturas superan con creces a las repoblaciones con animales de granja: 22 millones de piezas (14,3 de aves) por 2,2 de sueltas, con ventajas claras a favor de la primera opción en especies que se han convertido en plagas en numerosas zonas como los conejos (seis millones por 190.228), los jabalíes (354.648 por 1.389), los ciervos (182.458 por 1.959) o las palomas (2,7 por 44.138).

«Esas sueltas de especies presa como la perdiz provocan en ocasiones un aumento de la presencia de depredadores como los zorros, lo que lleva a pedir permisos para controlar a estos últimos mediante batidas y con la colocación de lazos en los que, al final, caen animales como los linces«, anota Hernández, para quien «la caza no equilibra los ecosistemas sino que los ha desequilibrado». «¿Por qué casi han desaparecido el lobo y el lince? ¿A qué se debe la proliferación de jabalíes, corzos y ciervos si no es a las repoblaciones? ¿Cómo llegó a España el arruí, que es una especie invasora?», pregunta, retóricamente.

Los efectos de la agricultura y la ganadería industriales

Valle coincide en la apreciación de esos cambios en los ecosistemas, aunque atribuye una parte clave en ellos a las modificaciones que han provocado en el campo la industrialización de la agricultura  y la proliferación de la ganadería intensiva. «El cambio en esos sectores ha hecho que desaparezca mucha de la caza menor, muy relacionada con la agricultura tradicional, y que hayan aumentado las especies de caza mayor», señala, mientras ironiza: «en el norte ya es casi más fácil matar un jabalí que una perdiz».

César Pedrocchi, investigador del Instituto Pirenaico de Ecología recién jubilado, destaca también los efectos que los cambios en el sector primario han tenido en el medio natural, donde la extensión de los monocultivos ha homogeneizado los espacios y restado tanto áreas de cobijo como la disponibilidad de alimentos para las aves silvestres y donde el uso de pesticidas y plaguicidas ha intensificado esa pérdida de biodiversidad.

«El uso de productos químicos está afectando a la diversidad de los vegetales y el empleo de insecticidas está reduciendo la disponibilidad de alimento para las aves, especialmente en las zonas de regadío. La perdiz o la codorniz, que siempre habían vivido en el interior de los campos, sobreviven ahora en las márgenes porque solo allí encuentran la variedad de hierbas que les permiten vivir», explica.

Esos procesos, al mismo tiempo, han favorecido una mayor extensión de la paloma torcaz o el asentamiento de aves como la tórtola turca, mientras el aumento de las superficies dedicadas al maíz ha potenciado el crecimiento de especies de ungulados como el jabalí, que encuentra en ellas uno de sus hábitat ideales.