El número dos abruma al joven griego (6-2, 6-4 y 6-0, en 1h 47m) y peleará por el título de Melbourne diez años después de ganar su único trofeo. Se enfrentará al ganador del duelo entre Djokovic y Pouille
Como si no pasase el tiempo, como si una década no fuera nada y todo siguiera más o menos igual, con los achaque de siempre y también el mismo instinto ganador, Rafael Nadal desembarcó en la final del Open de Australia después de batir a Stefanos Tsitsipas (6-2, 6-4 y 6-0, en 1h 47m) y retrocedió 10 años. Entonces atrapó su primer y único título en Melbourne, presa mayor, y ahora puede revalidar aquel éxito si derrota en la final del domingo (9.30, Eurosport) a quien se ponga por delante: el número uno, Novak Djokovic, o el francés Lucas Pouille. Sea quien sea, Nadal sigue desafiando a toda lógica. Después de otra larga estadía en la enfermería, volvió hace dos semanas y ofreciendo un tenis de Swarovski ya tiene a tiro su 18º grande. Impresionante.
“Antes de empezar un torneo así era algo impensable”, afirmó nada más concluir el encuentro. “Que haya ocurrido lo que ha ocurrido en esta semana y media… Casi todo ha salido a la perfección. Significa muchísimo para mí estar otra vez en una final de un Grand Slam, sobre todo viniendo de donde venía”, celebró el balear, que reapareció en Australia después de cuatro meses sin haber jugado un solo partido oficial, con el paso por el quirófano incluido para reparar el tobillo derecho. Queda atrás ya eso, reciente pero lejos, y compite como nunca el número dos, que redujo por la vía exprés a uno de los jugadores más fuertes de la nueva hornada.
Tsitsipas tardó apenas un cuarto de hora en cabecear, en introducirse en esa zona de estrés hacia la que guía y empuja Nadal, sublime otra vez, opresivo y ofuscante. Un martirio para el joven griego, que en el tramo inicial del partido ya ofrecía la sintomatología: malestar general (porque le molestaba todo), sudores fríos y el aturdimiento de quien trata de poner todo remedio y ninguno de ellos le funciona. Impotencia pura y dura. Nadal ya lo había llevado a su terreno. Media hora de castigo y él cabeceando, cometiendo dobles faltas, buscando respuestas en su box y cambiándose de zapatillas, a ver si así, por lo que sea, sonaba la flauta y cambiaba la dinámica del choque.
Cambió, ligeramente, porque en el segundo parcial la resistencia del heleno fue mayor, pero el desenlace fue el mismo. Nadal continuó enredando en su revés, planteándole derechas muy altas y manteniendo la agresividad en la red. En la misma línea que en su última participación en Wimbledon, el balear jugó al abordaje, con un punto más de colmillo. Explotó la productividad de su servicio para ganar metros y plantear una ofensiva constante, escorando todo el rato al rival, forzándole a golpes incómodos que le permitían aplicar a rajatabla el plan. A Tsitsipas (20 años) se le vio durante algunas fases nervioso y titubeante, pero se entonó en el tramo intermedio y al menos pudo exhibir píldoras de su tenis. Que lo tiene, y mucho.
Una versión híbrida: vigor y dominio
Tiene un futuro prometedor del griego, todo buenas maneras, pero todavía hay un abismo entre uno y otro. Terminó desesperado. Nadal (32) siente estos días la pelota y disfruta como en una segunda juventud deportiva. Progresivamente se ha rediseñado y ofrece ahora un híbrido del Nadal de siempre, hercúleo y vigoroso, todo piernas, y un tenista maduro y sumamente dominante. Tiene un joystick en su brazo izquierdo y teledirige la pelota allí donde quiere. Abarca pista como un pulpo e interpreta a la perfección cada punto y situación, sea más simple o más compleja. Propone a cada punto una odisea, porque para arañarle uno hay que rozar la perfección. Tal es la exigencia. Una sola opción de breakbrindó el español.
Y atención al resto de la hoja estadística: retuvo el 85% de puntos con sus primeros servicios y un 71% con los segundos; cometió solo 14 errores y su raqueta despidió 28 latigazos ganadores; tomó la red (82%) y redujo a migas el saque del griego, hasta ahora el martillo más eficiente del torneo. Esta vez, se quedó con una recompensa limitada en los primeros (64%) y arrastró un déficit (30%) en los segundos.
Sin apuros y sin ceder ningún set
Al romper en el noveno juego de la segunda manga, Nadal trazó una frontera insalvable. A partir de ahí, él siguió a lo suyo y Tsitsipas se destensó por completo, perdiendo atractivo el duelo. Al final terminó siendo un monólogo. Solo hubo una voz, elevada y grave, tan intimidatoria que el griego se quedó en blanco en la resolución, abrumado y resignado porque corriera lo que corriera y devolviera lo que devolviera siempre iba a estar ahí el de Manacor, con el cuchillo entre los dientes, guadaña en mano. Siempre lleva una más Nadal. Ahora, clasificado para la final justo 10 años después de que obtuviera su único trofeo en Melbourne, hasta entonces territorio vedado para los éxitos de los españoles.
Será la 25ª en un major, quinta para él en el australiano tras las de 2009, 2012, 2014 y 2017. Cedió hace dos años contra Roger Federer, precisamente el tenista al que rindió hace una década. Entonces, terminó entre lágrimas el suizo, apeado por Tsitsipas en esta edición. En las semifinales, sin embargo, este último se estrelló contra un muro. Contra un valladar insorteable que al que no hay quien le ponga freno en Melbourne, donde no ha cedido un solo set de camino al episodio definitivo, después de la enésima resurrección y sin pasar el más mínimo apuro en esta última expedición hacia la gloria. Es Nadal.