Bernardo Montoya no tiene miedo a la cárcel. La cárcel ha sido su hogar durante su vida adulta —22 años de estancia ahora que ha cumplido los 50—, el lugar donde ha encontrado orden, disciplina, un horario que cumplir, unas necesidades cubiertas, incluso, una relación con una mujer. Se trata de una reclusa de la cárcel de Huelva a la que visita para un vis a vis un viernes por la mañana del día 14 de diciembre. Según la Guardia Civil, 48 horas antes de ese 14 de diciembre Montoya ha asesinado de un golpe en la cabeza a Laura Luelmo, su vecina de 26 años desde hace escasamente tres días.
Aquel viernes 14 puede que la haya asesinado ya (o que esté pensando en hacerlo, según los informes de los forenses), pero sabe que tiene una patrulla de la Guardia Civil a la puerta de su casa desde la noche anterior. No huye. Acude a su cita con la reclusa. Ya conoce la cárcel: tres veces ha salido de ella y otras tantas ha regresado por delitos graves.
Montoya no tiene miedo a mentir. Tampoco a decir la verdad. Ni a regresar a la escena del crimen, donde sabe que espera la Guardia Civil porque la mujer a la que ha matado o piensa matar es su vecina de enfrente —cinco metros separan sus puertas—, a la que ha raptado cuando regresaba del supermercado el miércoles 12 de diciembre. Ella llevaba una bolsa con media docena de huevos, dos botellas de agua y una bolsa de patatas, patatas que Montoya se comió porque no tenía otra cosa.
Ya sabe lo que es matar. Montoya acabó con la vida de una anciana de 82 años en 1995, cuando era joven y quiso eliminarla para que no testificara en un juicio cómo la había asaltado con un cuchillo un año antes. Un asesinato a cambio de un robo con violencia. Montoya tiene pensamientos irracionales, posiblemente pocos recursos intelectuales y sociales a ojos de los expertos. ¿Quién no huye sabiendo que los agentes están delante de su domicilio y volverán para preguntarle por Laura Luelmo en cualquier momento, como ya hicieron el primer día? «No sabía que viviera alguien en esa casa», contestó mintiendo a los agentes. Montoya entra y sale andando, toma su coche y regresa, sabe que ha matado a esa joven o cree que debe matarla, que en algún momento ha escondido el cadáver a cinco kilómetros en La Mimbrera, no demasiado lejos, o que debe desprenderse de su cuerpo. Actúa desordenadamente. Si tiene que eliminar a un testigo, lo mata. Y Laura Luelmo lo es. No, no tiene miedo.
La joven es una mujer fantasma en El Campillo, un pueblo de 2.000 habitantes en una zona minera de Huelva, con un paisaje contradictorio, lo mismo parece un lugar de Marte que un vergel de frutales. Nadie la conoce porque hace tres días que habita una pequeña casa baja alquilada en la calle Córdoba 13, una esquina del pueblo poco habitada. Apenas lleva tres días en El Campillo, donde reside porque dejó Zamora para dar clases de dibujo en el instituto Vázquez Díez, en Nerva, distante nueve kilómetros. Desde el 4 de diciembre hasta el 9 vivió en un hotel buscando un lugar para alquilar. No ha entablado relaciones con nadie, no ha tenido tiempo. Cuando cae la tarde, en El Campillo hace frío. Y ese miércoles 12 de diciembre se levanta el viento. «No sé si saldré a caminar, hace viento», escribe a su novio, a las 16.22, así que decide ir al supermercado a hacer una pequeña compra. Solo se ha percatado de que su vecino de enfrente no es de fiar. «No me gusta cómo me mira», le comentó a su pareja.
El dato más exacto en las últimas horas de vida de Laura Luelmo es el momento en el que la caja registradora del supermercado certifica el pago de su compra. Las 17.20. A partir de ahí, camina hacia su final. Su cuerpo aparecerá el lunes 17 de diciembre en La Mimbrera. Está muerta, tendida en el suelo boca abajo, desnuda de medio cuerpo. Han pasado seis días.
Bernardo Montoya volverá a la cárcel, donde residirá otra media vida. Recibirá una larga condena. Mató y agredió sexualmente a su víctima, dicta el primer informe de la autopsia. Queda por saber si la asesinó horas después de atraparla, que es la tesis que divulgó la Guardia Civil en una abarrotada conferencia de prensa o convivió con la idea de matarla mientras los agentes custodiaban a escasos metros de la puerta de su casa, según se puede deducir tras el informe forense.
Desde el jueves 13 hasta el martes 18 se mueve desordenadamente, incluso acude a un centro de salud el viernes 14 porque tiene un golpe en un costado de una patada que le propinó la joven, según su propio testimonio cuando fue detenido. Viaja a Huelva, a Sevilla, a Cortegana, 46 kilómetros hacia el este, donde residen parte de los Montoya, una familia de nueve hermanos. Hace todo eso mientras batidas de vecinos, decenas de agentes, helicópteros, equipos de buceo y hasta periodistas peinan los alrededores de su casa en la calle Córdoba 13. Todos preguntan y los vecinos responden que el culpable ha sido él.
Bernardo Montoya carecía del sentido del riesgo. Cuando el martes 18, el día siguiente de aparecer el cadáver de Laura Luelmo, hace su última salida en su Alfa Romeo negro es perseguido por los agentes. Entonces, detiene el coche y sale corriendo. «No me dejéis salir de la cárcel porque lo volveré a hacer», proclama ante la juez del caso. Ya no tiene miedo a la cárcel.