Con el empuje inexorable de las novedades, algunas grandes ciudades —especialmente Madrid y Barcelona— se han ido llenando de centros de manicura, el complemento que les faltaba a las peluquerías. Un local tras otro, ofreciendo precios asequibles, la figura de la manicura entró en las ciudades. Pero no lo hizo ordenadamente. Lo hizo en aluvión, como un servicio industrial, producto de la voracidad de los empresarios asiáticos, cuando entendieron que era posible ser protagonistas del fenómeno con sus precios sin competencia: uñas pintadas por tres euros en media hora. Nadie puede dar menos.
Detrás de la fachada, de las empleadas afanosas con rasgos orientales, está la sospecha de la explotación laboral: 600 euros al mes por 11 horas diarias de trabajo, aunque su contrato diga otra cosa. Hace apenas un mes, una operación policial puso de manifiesto la realidad que se vive en el interior de estos centros tan de moda: una organización había introducido ilegalmente a 730 ciudadanos vietnamitas con el propósito de explotarlos laboralmente en esta actividad.
Entre dos céntricas calles de Madrid, en apenas 350 metros, se pueden contar siete centros de manicura. No es una excepción; sucede en otros barrios de la capital, pero no hay datos estadísticos que describan con rigor la magnitud de este fenómeno: los centros de manicura están incluidos entre los 808 centros de estética de la capital, según datos oficiales.
Los siete locales de esas dos calles están atendidos por mujeres de origen asiático. Cada mañana, unos minutos antes de las 10.00, un batallón de empleadas sale de las estaciones de Tirso de Molina y La Latina para llegar a sus respectivos locales. Una de ellas es Ana (nombre ficticio, como el del resto de las trabajadoras a las que se cita en este reportaje, para evitar represalias), que pasará las próximas 11 horas pintando uñas.
Ana es de Shanghái (China). Llegó hace seis años a España y trabaja en uno de los cuatro locales que se suceden en una calle madrileña del centro.A los centros de estética nacionales les queda muy difícil competir con uñas pintadas a 3 eurosen menos de 30 minutos o uñas permanentes por 8 euros. “Dos euros más si es esmalte OPI”, dice la encargada de Hello Uñas a una clienta que acaba de pasar por la puerta y quiere hacerse una permanente.Al igual que ella, Nadia viene de Shanghái, y tiene 28 años. Llegó a España hace cinco: también trabaja de lunes a domingo durante 11,5 horas. Solo tiene media hora para comer algo de un que le trae un repartidor a las 14.00 a su lugar de trabajo, que en ningún momento abandona. Todo por 600 euros al mes. “Solo voy a casa para dormir”, cuenta. “Cuando llego, sobre la medianoche, mi hijo de cinco años ya duerme”.
Obligadas a trabajar durante jornadas interminables para sobrevivir, las mujeres que hacen manicura tienen vidas que se desarrollan casi por completo entre las cuatro paredes de los salones donde trabajan. Rodeada de acetona y esmalte, Nadia está sentada en una mesa de su lugar de trabajo. “¿Uñas redondas o cuadradas?”, pregunta chapurreando español. A su lado, Ana mueve la lima con destreza, saca las pieles, corta, empieza a pintar, y repite el proceso una y otra vez. “Son fiestas y tenemos mucho trabajo. En un día puedo atender a más de 50 o 60 personas”, explica la mujer.
Cientos de esmaltes contra la pared —de todos los colores imaginables—, comprados al por mayor en Usera o importados, son su único aliado para pintar y secar en tiempo récord. Están obligadas a dedicar un máximo de media hora a cada clienta.
Estas mujeres pasan cada jornada encorvadas sobre las manos y los pies de los clientes. Gloria García es asidua de uno de estos centros. Ana le está colocando unas uñas postizas. “Tengo la manía de comerme las uñas. No paro de hablarle cuando vengo y ya le he enseñado cositas en español”, comenta. El local fue en su momento una tienda de ropa barata. Después se convirtió en una panadería y más tarde en una frutería, que mutó en el actual salón de estética para manos y pies.
Este tipo de comercios evoluciona con rapidez. Esta es la razón de que en otro de estos locales tengan un letrero en la ventana solicitando ayudante. “¿Tienes papeles?”, pregunta la dueña del local a una posible aspirante. Sin importar la respuesta, continúa preguntando sobre las habilidades de la demandante de empleo: “¿Pies? ¿Manos? ¿Depilación? ¿Facial?”… Todo esto forma parte de las tareas cotidianas de las empleadas. Aunque en el contrato figura que se trabaja los siete días de la semana, cinco horas al día, la realidad duplica —incluso supera— ese tiempo. El sueldo, como en el resto de locales: 600 euros al mes.
Además, las trabajadoras están expuestas a esmaltes, disolventes, endurecedores y pegamentos, que manejan, muchas veces, sin guantes ni mascarillas. Al entrar a cualquiera de estos salones, la primera impresión es el fuerte olor a los productos químicos que manipulan. Pero nadie se queja. Menos, las clientas: quién iba a pensar que llegaría el día en el que les arreglaran las uñas por tres euros.
Operación policial
La operación de la Policía Nacional que destapó la red de tráfico ilegal en España revela las condiciones en las que operan algunos de los salones de manicura. La organización desarticulada obligaba a las vietnamitas a trabajar en condiciones de esclavitud. También utilizaba a menores no acompañados para introducirlos en España a través del aeropuerto de Barajas, aprovechándose de la legislación española. Una vez estos menores eran alojados en centros tutelados, se escapaban para moverse con libertad por España.
Los inmigrantes vietnamitas contraían una deuda de 18.000 euros con la banda, lo que le ha podido reportar a este grupo, según los cálculos policiales, una cifra de negocio superior a los 13 millones de euros. Los vietnamitas eran trasladados a pisos controlados por la organización. Los propios responsables eran los encargados de distribuirlos por centros de manicura, donde trabajaban hasta 15 horas. En muchas ocasiones no comían y en otras sus captores solo les daban un tazón de arroz, según fuentes de la investigación. Para evitar que se fugaran, los transportaban en vehículos de la red. También acostumbraban a cambiarlos de centros para que no fueran reconocidos por las autoridades.