En diciembre, pocas cosas me agitaban tanto como la llegada a casa de mi padre con la cesta de Navidad. Recuerdo abalanzarme cual mono encabritado sobre aquel bulto de ambrosía y no soltarlo hasta haber desparramado sus entrañas por el parqué. Cada producto era objeto de un minucioso análisis. ¿De dónde salía aquel tesoro rebosante de droga? ¿Cómo era posible que existieran mazapanes con forma de perro y nadie me hubiera informado todavía?
Aquello era un milagro más de la Navidad: una caja de cartón que, cual cuerno de la abundancia, escupía chocolate, mazapanes, turrones, polvorones y peladillas, en una deflagración de azúcares que podría dejar la dentadura de Hulk como un queso de gruyer. Y lo mejor del asunto es que dichas viandas parecían imbuidas de un fulgor divino que les eximía de las leyes de la República Independiente de mi Casa.
Vaya, que podías disponer de ellas a discreción. Ahora abro esa caja de polvorones, fusiono un par con la mano y me zampo el engendro, porque puedo; ahora abro el turrón de Alicante y le hinco el diente, solo para marcar territorio; ahora abro el melocotón en almíbar y me pongo una loncha en la cabeza a modo de kipá, para molestar… Ni una zapatilla volando, ni un solo reproche por parte de mis padres. La cesta era una raveinfantil permitida, lo más cerca de la libertad que podía estar un niño.
A casa devuelve por Navidad
La cesta de Navidad nos retrotrae a un mundo de ilusión infantil, pero tiene también un reverso tenebroso. Con el paso del tiempo, se convierte en el doloroso recordatorio de que hacerse adulto es una mierda. Todo lo que te parecía mágico en ella cuando tenías 7 años, se torna un relato de Raymond Carver a los 27. Como esas apariciones del Dúo Sacapuntas en el Un, Dos, Tres que tanto te hacían reír y ahora te conducen al llanto depresivo, pero aún las sigues queriendo.
Los tochos rebosantes de azúcar que antes llamabas turrón son ahora armas químicas. Te percatas de que esas botellas mágicas que lanzaban destellos verdosos y dorados, en lugar de cava, contienen deshechos radioactivos que convertirán tus despertares en canciones de Cannibal Corpse. 20 años después, comprendes por qué el pastor alemán del vecino te giraba la cara cuando le ofrecías una loncha de la paletilla del lote. Cuando eres adulto, las 30.000 calorías de la cesta te devuelven la mirada en forma de mutaciones procesadas que no comprarías en el super ni con una Colt 45 en la sien. Pero sigues mirando.
La cesta, además, adquiere un filo decadente con el transcurso de los años. Cuando todo está perdido y los chupitos de orujo casero han dejado a la yaya fuera de combate en la cena de Navidad, es el momento de acudir a esos turrones industriales de algo que se llama yema de huevo y parece salido de un laboratorio fantasma. Es la hora de los mantecados que se pegan a tu paladar como lapas enfurecidas y las peladillas que te sepultan los piños en azúcar. Pero sigues comiendo.
La misma cesta que tanto te fascinaba de pequeño, es ahora la pistola de la ruleta rusa del Cazador, pero con tu padre y el novio de tu prima en lugar de Robert De Niro y Cristopher Walken, que todavía es más deprimente. Además, la cesta es una hierbajo de muerte lenta que se prolonga en el tiempo, palpitando en tu despensa, recordándote que todavía no ha acabado contigo y que esos mazapanes sobrantes gritarán tu nombre hasta la llegada de la nueva cesta. No puedes esconderte de ella; pero sigues corriendo.
Lección de anatomía
Los romanos ya se regalaban cestas repletas de viandas en las festividades de la Saturnalia, durante la semana del solsticio de invierno, una costumbre que fue sampleada por el cristianismo. Y damos un salto de unos 1500 años de nada. A finales del XIX, los organismos públicos españoles, quién sabe si inspirados por la dadivosidad romana, comenzaron a regalar la cesta a sus trabajadores. El gesto fue adoptado también por el sector privado a mediados del XX.
Ni siquiera la crisis de 2008 acabó con la cesta de Navidad en España, aunque cerca estuvo. En las postrimerías de 2018, podemos asegurar que la cesta navideña ha recuperado la forma y goza una salud de hierro, por mucho que la forma y la salud de sus fieles sea precisamente lo primero que torpedea.
Porque la anatomía de un lote navideño es como una fiesta de disfraces en el cuadrante más peligroso del Asilo de Arkham: ni el Joker sería capaz de diseñar un delirio tan peligroso para la supervivencia de la humanidad. Acudo a mi nutricionista de cabecera, Susana Hernández, para ver cómo se enfrenta un profesional del sector a esta ofensiva de colesterol. “El lote de Navidad no busca ser nutricionalmente perfecto. Es una de esas excepciones que nos permitimos y no pasa nada. Eso sí, lo ideal sería reservar los productos para situaciones especiales”, comenta Hernández. No deja de sorprender que, en pleno 2018, la estructura básica de esta arma de deglución masiva siga siendo la misma de antaño, un triunvirato de la cardiopatía que todavía hoy ostenta el poder: embutido, priva y dulces. Si comparas un lote de los 90 con uno actual, el tiempo se detiene: el grueso de los productos sigue siendo exactamente el mismo.
Turrones de baja estofa que se comen con la misma pasión que un colchón usado y/o se acumulan en la despensa: una Navidad sin ellos es una boda sin conga. Un óvalo de chocolate con arroz inflado que es como el tipo que te encuentras en todas las fiestas y nadie conoce. Barquillos que a los 10 minutos de ser engullidos vuelven a tu garganta en forma de reflujo corrosivo, como las opiniones de Arcadi Espada. Una paletilla de cebo que no es de cebo, y muchas veces no es ni paletilla. Una concatenación de dulces navideños que, fuera del ecosistema de la cesta, se marchitarían como cardos borriqueros en la superficie de Marte (¡bombones de chocolate con forma de excremento de cabra y mazapanes con forma de cisne, por Dios bendito!). Y el lubricante que todo lo une y todo lo baja: paladas de alcohol barato para asegurarnos una resaca y un sentimiento de culpa insoportables al día siguiente. Eso es la cesta.
Navidad, Navidad, grasienta Navidad
Observado desde fuera de la burbuja navideña, sin el fervor infantil de antaño, el fenómeno del lote navideño se revela inquietante. En una época de decadencia nutricional, no se nos ocurre otra cosa que rematar la faena con una cesta que, en lugar de contener barriles de sal de frutas, nos tienta con más grasa y azúcar. Las razones de su triunfo en España son insondables. Posiblemente, la cultura de lo gratis tiene mucho que ver, pero también la del exceso, algo de lo que sabemos mucho en este país. La cesta es un exceso dentro de otro exceso, la Navidad, y es fácil dejarse embriagar por la espiral de falsa opulencia que nos brindan los excedentes calóricos.
Ahora que absolutamente todo se adapta “a los tiempos que corren” y parece que la salud es la nueva droga, el lote navideño resiste como un atavismo enquistado en el cerebro reptiliano ibérico. “De hecho, ya existen lotes de navidad con productos para una alimentación saludable: aceites de oliva virgen extra, conservas de atún o sardinas en aceite de oliva virgen extra, conservas de moluscos o vegetales, frutos secos al natural, chocolate con contenido en cacao superior al 70% o incluso queso de calidad”, afirma Hernández.
Pero todos sabemos que no es lo mismo. El lote navideño nunca será el ejemplo perfecto de alimentación saludable y moderada, pero en España no queremos ver una cesta sana ni en pintura. Bien mirado, semejante tozudez en pro del exceso resulta hasta admirable, pues la capacidad del lote navideño para expandir nuestro tejido adiposo es directamente proporcional a su valor en el terreno de lo intangible. En plena dictadura de lo sano, una cesta de navidad patria, con su paté hipercalórico, su whisky peleón y sus lonchas de salchichón con sombra, es un bofetón al nuevo régimen de la quinoa, el açai y el zumo prensado en frío. El triunfo del pecado de la gula en plena festividad cristiana. Es solo rock & roll… pero nos gusta.